Había una vez un parque muy chico, muy chico. No cabía mucha gente ni muchos árboles. Tenía tres álamos, cuatro acacias, dos abetos, dos palmeras y tres araucarias. Lo demás eran algunos arbustos y uno que otro banco que servía a los enamorados que allí se juntaban a darse escondidos besos y apretados abrazos.
Como siempre, pasaban las estaciones, con sus lluvias y vientos, soles, nubes y fríos.
Nacieron en una primavera - entre tantas - dos hojitas de uno de los álamos. Estaban ellas muy juntas y por eso mismo fueron creciendo muy amigas. Francisca y Javiera eran sus nombres. Vivían en una rama muy alta y por eso, no estaban al alcance de los niños que gustan de arrancar las hojas de los árboles. También su ubicación las protegía del viento, que a veces, al soplar fuerte, suele botar algunas.
Francisca y Javiera se querían mucho y entre sus conversaciones estaba siempre el terror a caer de su rama y no volver nunca más al árbol, su hogar de toda la vida. No podían entender, que todas las hojas, llegado el otoño, deben desprenderse de sus ramas, caer al suelo y fundirse con la tierra, para así, volver a dar más vida a los árboles para que nazcan nuevas hojas. Eso ellas no lo querían aceptar y le rogaban al álamo que hiciera una excepción con ellas y que no las desprendiera de la rama. El álamo, sorprendido y muy emocionado, no encontrando qué hacer ante esta situación nunca antes vista, le pidió al Abeto Mayor que reuniera a todos los árboles del parque para contarles del asunto. Estando ya todos reunidos e impacientes, les expuso la situación de las dos hojas que vivían en una de sus ramas y que no querían caer con el otoño; del horror que les causaba tal decisión de la madre naturaleza y por fin, de la petición que le habían hecho, de hacer una excepción con ellas y no dejarlas caer de su rama.
Voces de admiración, de lástima, de pena, se elevaron en el pequeño parque. Los árboles se sentían impresionados. Qué petición más extraña. A quién se le puede ocurrir tal cosa, es descabellado. Podría ser hojas mías, decía la palmera, así no tendrían necesidad de caer en otoño. Y, ¿no podrías hacer tal excepción?, preguntó compadecida una araucaria. Todos se quedaron mirando al álamo esperando su respuesta. Pero este no respondió, en cambio se quedó mirando al Abeto Mayor, esperando que de él viniera la respuesta. El Abeto, con voz pausada y semblante preocupado - no en vano la situación era única en toda su vida de árbol - dijo:
- Cómo quisiera que estuviera en mis manos tal decisión. Pero bien saben ustedes que quien guía nuestras vidas y lo ha hecho por siglos y siglos, en forma ordenada y equitativa, es la Naturaleza, nuestra Madre. Y debemos reconocer que dentro de su justicia y sabiduría, en el ordenamiento natural de la vida, no caben los errores. Y es así, por lo que Francisca y Javiera deben entender, que es la ley de su vida de hojas, el tener que acatar las órdenes de nuestra Madre Naturaleza."
Las palabras del Abeto Mayor siguieron resonando en los oídos de los demás árboles, pero sobre todo en el álamo, que imaginaba las caras de sus dos hojas, al recibir la determinación definitiva. Se dio por terminada la reunión y llegó la mañana, con su despertar de hojas en el parque.
El álamo, armándose de mucha energía les explicó a Francisca y Javiera, lo ocurrido la noche anterior. De cómo él, como muchos otros árboles, tenia que despojarse de sus hojas en otoño. De todas sus hojas. Para que en primavera volvieran a nacer nuevas y verdes, como ellas cuando jóvenes. De cómo eran imposibles sus sueños de eternidad en la rama y en su árbol. Todo esto les explicaba, pero ellas, al escucharlo, temblaron y rompieron a llorar.
Y pasó la primavera, llegó el verano con su sol acariciador, y llegó el fin del verano. Francisca y Javiera sabían la estación que venía: El Otoño. Y comprendieron que nada podían hacer, que la ley de la naturaleza, que todo lo sabe, decía que ellas también debían caer con el otoño. Por eso, se juraron que cuando cayeran de su árbol, lo harían juntas, el miedo a morir así no lo podrían afrontar de a una, así que si caían, seria de a dos, tomadas de la mano. "Juntas nacimos y juntas vamos a morir".
Toda la comunidad de hojas del parque sabía la historia de Francisca y Javiera y estaba realmente preocupada por la suerte que podían correr. Nunca se había dado eso de que murieran dos hojas de un árbol al mismo tiempo y por eso estaban pendientes del día en que cayeran las hojas amigas.
Comenzó el otoño, frío y café, romántico y misterioso. Comenzó también, el caer de hojas en el parque. Francisca y Javiera veían con horror, cómo pasaban sus compañeras frente a ellas y quedaban botadas allá en el suelo, inmóviles, tan desamparadas, tan solas.
Pasó el primer mes y las dos hojitas seguían firmes, pero temiendo que cualquier día de estos les tocaría su turno. Iba terminando ya el segundo mes de otoño y sentían que sus tallos se debilitaban cada vez mas, que ya nada podían hacer y poco les quedaba junto a su álamo.
Una noche, cuando dormían profundamente, Francisca sintió en su rostro unas gotas heladas y un viento fuerte la despertó. Al instante un grito la hizo mirar hacia el lado y vio cómo Javiera iba cayendo y desaparecía en la noche. Una gran desesperación inundó el corazón de Francisca. Su única y mejor amiga había caído y ella seguía pegada al álamo, faltando así a su juramento. Eso no podía ser, ella también debía morir y estar junto a su amiga.
Comenzó una lucha desesperada de Francisca por desprenderse del álamo, ella no podía estar allí, no tenia derecho a seguir pegada a su rama, mientras Javiera moría poco a poco allá abajo. Tanto tiró de su tallo, que el esfuerzo la rindió y se quedó dormida. La despertó un llanto tenue que venía de más abajo. Abrió sus ojos y comenzó a buscar de dónde venía ese lamento, y cuál sería su sorpresa, al ver cuatro ramas más abajo a su amiga Javiera, atorada en una rama, llorando desconsoladamente. Francisca se sintió feliz al principio, su amiga estaba allí, no había caído al suelo, seguía en el álamo. Pero al instante comprendió que no podía esperar que Javiera viviera mucho tiempo así; ella ya se había desprendido y no podía alimentarse del árbol, por lo tanto, moriría y peor aún, ni siquiera podría participar en el proceso de creación, al fundirse con la tierra y dar vida a otras hojas. Rápidamente tomó una resolución, era necesario, ella ya no era una niña, había crecido y también había entendido que la vida debía continuar y parte de esa continuación eran ellas, las hojas que caen en otoño. Hizo todos los cálculos, le pidió ayuda al viento y comenzó nuevamente a tirar de su tallo. Sintió que poco a poco se iba soltando, ya faltaba menos, aún tenia fuerzas para seguir tirando. De pronto !Tac¡...Y Francisca comenzó el descenso. Pero su idea no era sólo la de caer, tenia que acercarse en su caída a Javiera. Ya estaba cerca, Javiera comprendió a su amiga y estiró su tallo, Francisca se iba acercando más y más y se dio cuenta - con terror - que su cálculo no había sido muy bueno, que tendría que estirarse mucho para alcanzar a Javiera en su caída y llegar juntas, como habían jurado, al suelo. Sabía que no habría otra oportunidad, era ahora, o nunca más estaría con su amiga. Se estiró, se estiró, sus dedos se tocaron apenas y sopló una leve brisa que iba pasando por ahí, que acercó a las hojas y sus tallos se aferraron. Eran una sola, ya nada las podía separar.
Y comenzó la caída. Dos hojas juntas, jugando con el viento, sonriendo. Aquello que tanto habían temido, por fin llegó. La ida del hogar, la savia del álamo ya no correría más por sus venas y comenzarían a desintegrarse en la tierra. Todo eso ya lo habían aceptado. Francisca y Javiera bajaban felices a encontrarse con la Madre Tierra, se sentían partícipes de la creación.
FIN
1 comentario:
Hola....
Publicar un comentario